[Reincidencias], Samuel Beckett

domingo, 29 de diciembre de 2013
El mundo de los ingenuos, Max Ernst


   Me saqué del bolsillo el cuchillo de cocina y me dediqué a abrirme con él las venas de la muñeca. Pero el dolor no tardó en vencerme. Primero grité, luego me detuve, cerré el cuchillo y volví a guardármelo. Mi decepción no fue grande, en el fondo no contaba con otro resultado. Eso es todo. Siempre me ha entristecido reincidir, pero la vida está hecha de reincidencias, al parecer, y la misma suerte debe de ser una especie de reincidencia, no me sorprendería lo más mínimo. ¿He dicho ya que había cesado el viento? La caída de una lluvia fina descarta de algún modo toda idea de viento.


Samuel Beckett, Molloy, Alianza, Madrid, 2012, p. 91.

[Todo lo que ocurre], Henry Miller

jueves, 26 de diciembre de 2013
Caja de sorpresas, Lisa Stokes

   Llegó sin esfuerzo, en un segundo, un milagro podríamos decir, excepto que todo lo que ocurre es milagroso. Las cosas ocurren o no ocurren y nada más. Nada se realiza con sudor y esfuerzos. Casi todo lo que llamamos vida es simple insomnio, una agonía, porque hemos perdido la costumbre de quedarnos dormidos. No sabemos dejarnos llevar. Somos como un muñeco de una caja de sorpresas colocado sobre un resorte y cuantos más esfuerzos hacemos, más difícil es volver a la caja.
   

Henry Miller, Trópico de Capricornio, Cátedra, Madrid, 2010 (1988), pp. 369-370.


Futuro

lunes, 23 de diciembre de 2013
Canicas de cristal, Charles Bell

FUTURO
 
   Jugando a las canicas, el niño adivina que, cuando titile en su vejez la muerte, lo arropará algún recuerdo que golpee otra vez su infancia.



[Eco], Mark Z. Danielewski

domingo, 22 de diciembre de 2013


   El mito convierte a Eco en objeto de añoranza y deseo. La física convierte a Eco en el objeto de la distancia y la organización. En lo tocante a la emoción y la razón, ambas afirmaciones son precisas.
   Y allí donde no hay Eco no existe descripción del espacio ni del amor.
   No hay más que silencio.


Mark Z. Danielewski, La casa de hojas, Alpha Decay / Pálido Fuego, Barcelona, 2013, p. 50.

[Detener la palabra...], Roberto Juarroz

viernes, 20 de diciembre de 2013
Pájaro azul (sirin), Sergey Solomko


Detener la palabra
un segundo antes del labio,
un segundo antes de la voracidad compartida,
un segundo antes del corazón del otro,
para que haya por lo menos un pájaro
que puede prescindir de todo nido.

La palabra es el único pájaro
que puede ser igual a su ausencia.


                                          Roberto Juarroz

[Anochecer], Juan Bonilla

domingo, 15 de diciembre de 2013
Anochecer en Yosemite, Albert Bierstadt


   Viajaríamos sin descanso con la noche, a la velocidad de la noche, o mejor, del anochecer. Siempre está anocheciendo. El anochecer no es un instante sino un milagro que sucede constantemente. No hay un solo momento en el que no esté anocheciendo. No hay un solo instante en que alguien no contemple el anochecer, cómo se derrumba el sol, ese fumador empedernido, que con la lumbre del día que se apaga enciende un nuevo día en otro sitio, con la elocuencia de lo inexpresable.


Juan Bonilla, El que apaga la luz, Pre-Textos, Valencia, 1995, p. 11.

[El presente...], Javier Moreno

sábado, 14 de diciembre de 2013
Daidō Moriyama


El presente, como el reflejo de un espejo, no existe. Uno puede ser dueño de un espejo pero nunca de los reflejos que aparecen en él.


Javier Moreno, Alma, Lengua de Trapo, Madrid, 2011, p. 15.

[La música...], Emil Cioran

miércoles, 11 de diciembre de 2013
El chelista de Sarajevo, Vedran Smailović; agosto, 1992, Mikhail Evstafiev


La música, sistema de adioses, evoca una física cuyo punto de partida no serían los átomos sino las lágrimas.


Emil Cioran, Silogismos de la amargura, Tusquets, Barcelona, 1990.

[La historia...], Ryszard Kapuściński

martes, 10 de diciembre de 2013
Tannhäuser, Anselm Kiefer


La historia es el proceso del olvido.


Ryszard Kapuściński, Lapidarium IV, Anagrama, Barcelona, 2003.

[Esa maquinaria frágil], James Salter

lunes, 9 de diciembre de 2013
La noche, René Magritte


   La mañana, fuera, era clara y soleada. La habitación parecía oscura.
   —¿Quieres un periódico ? —preguntó.
   —No.
   —Te lo leo yo, si quieres.
   Él no contestó.
   Ella se quedó hasta las dos. Hablaron muy poco. Ella leía, sentada. Él parecía en duermevela. Las enfermeras se negaron a comentar su estado; tenía un corazón fuerte, dijeron.
   El médico habló con ella, por fin, en el vestíbulo.
   —Está muy débil —dijo—. Ha sido una larga lucha.
   —Le duele muchísimo la espalda.
   —Sí, bueno, se ha extendido.
   —¿Por todas partes ?
   —Hasta el hueso.
   Le explicó la pérdida de peso y de fuerza, la inanición que seguía su curso.
   En la casa se preparó un té y descansó. Era la casa en que la habían criado: habitaciones empapeladas, las cortinas grises. Cerca de la puerta trasera la tierra se había apelmazado, la hierba ya no crecía. Telefoneó a Viri
   —¿Cómo está?
   —Muy mal.
   —¿Se recuperará?
   —No creo —dijo ella.
   —Nedra, lo siento muchísimo.
   —Bueno, ¿qué podemos hacer? —preguntó ella—. Estoy en casa.
   —¿Estás cómoda allá?
   —No se está tan mal.
   —¿Cuánto tiempo crees...? ¿Qué piensan ellos?
   —Parece tan débil, tan consumido. Esta mañana me ha impresionado lo avanzada que está la enfermedad.
   —¿Quieres que vaya?
   —Oh, no, realmente no serviría de nada. Es muy amable por tu parte, pero creo que no.
   —Bueno, si me necesitas...
   —Viri, estos hospitales son espantosos. Deberías proyectar uno con luz de sol y árboles. Los moribundos deberían dirigir una última mirada al mundo.. por lo menos ver el cielo.
   —Es por eficiencia.
   —Maldita eficiencia.
   Cuando volvió al hospital su padre estaba otra vez dormido. Despertó en cuanto ella se le acercó; de repente abrió de par en par los ojos, lúcido. Ella pasó toda la tarde sentada junto a la cama. El padre cenó sólo unos sorbos de leche.
   —Papá, tienes que comer.
   —No puedo.
   Las enfermeras entraban de tanto en tanto.
   —¿Cómo se encuentra, señor Carnes?
   —No me queda mucho —murmuró él.
   —¿Se encuentra mejor? —le preguntaban.
   Él parecía no oírles. Le estaban envolviendo en una mortaja invisible. Tenía la boca seca. Cuando hablaba era apenas un farfullar hondo, casi ininteligible. Preguntó varias qué día era.
   Esa noche, exhausta, se dio un baño y se acostó. Se despertó una vez durante la noche. El cielo y la calle, fuera, estaban absolutamente silenciosos. Se sentía descansada, tranquila, sola. El gato había entrado en el cuarto, se sentó en el alféizar y miró al exterior.
   A la mañana siguiente su padre había entrado en coma. Inerte en el lecho, su respiración era más regular y lenta, y tenía velos de gasa húmeda en los ojos. Ella le llamó: no hubo respuesta. Había dicho sus últimas palabras.
   De repente la asfixió la tristeza. Oh, que tengas paz, papá, pensó. Permaneció horas sentada junto a la cama.
   Él era terco. Era fuerte. No oía a su hija ya, nada podía despertarle. Tenía los brazos cruzados débilmente sobre el pecho, como alas sin plumas.
   Viri telefoneó esa noche.
   —¿Hay algún cambio?
   —Voy a salir a cenar —le dijo ella. Habló con las niñas. Cómo está el abuelo, le preguntaron—. Muy enfermo —les dijo.
   Ellas eran educadas. No supieron qué contestar.
   Llevó largo tiempo, llevó una eternidad; días y noches, el olor del antiséptico, las silenciosas ruedas de goma. Esta maquinaria frágil, pensamos, pero cuánto cuesta apagarla. El corazón está a oscuras, sin saber, como esos animales que viven en minas y nunca han visto la luz del día. No tiene lealtades ni esperanzas; cumple su cometido.
   La enfermera de noche le auscultó. Había empezado.
   Nedra se le acercó.
   —Papá—dijo—, ¿me oyes? ¿Papá?
   Su respiración se aceleró, como si él huyese. Eran las seis de la tarde. Estuvo toda la noche sentada mientras él jadeaba, el cuerpo le funcionaba por la costumbre de toda una vida.
   Ella rezaba por él, rezaba contra él y entretanto pensaba: «Tú eres la siguiente, es sólo cuestión de tiempo, unos pocos años rápidos».
   A las tres de la mañana sólo estaba encendida la luz en la mesa de la enfermera, y no había médicos. El pasillo estaba vacío.
   Abajo estaba la ciudad oscura, empobrecida, con sus aceras desmoronadas, sus casas tan juntas que no había espacio para caminar entre ellas. Las antiguas escuelas estaban en silencio, el teatro, con sus ventanas cerradas por chapas de metal, las salas de veteranos. Por el centro no discurría un río, sino un lecho ancho y callado de raíles. Las vías estaban herrumbrosas, los grandes talleres de reparación cerrados. Ella conocía aquella ciudad escarpada, allí no tenía amigos, le había vuelto la espalda para siempre. Allí, durmiendo, tenía primos lejanos a los que jamás recurriría.
   Escuchó el terrible combate que se estaba librando en la estrecha cama. Le cogió la mano. Estaba fría; no había en ella reacción, sentido del tacto. Observó a su padre. Estaba luchando más allá de ella; luchaban sus pulmones, las cámaras de su corazón. Y su mente, pensó ella, ¿qué estaría pensando, encerrada en sí misma, condenada? ¿Estaría su ser en armonía o en caos, como los habitantes de una ciudad que se derrumba? La garganta empezó a hincharse. Llamó a la enfermera.
   —Venga ahora mismo —dijo.
   Su respiración era alarmante, su pulso débil. La enfermera le palpó la muñeca, luego el codo.
   No se murió. Siguió respirando de aquel modo espantoso. Los esfuerzos del padre debilitaban a Nedra. Todo estaría bien si él pudiera, al menos, gozar de una tregua. Transcurrió una hora. Él no sabía que se estaba extenuando. Era una especie de insania, seguía corriendo, se había caído y levantado cien veces. Nadie podía resistir semejante castigo.
   Y un poco después de las cinco, bruscamente, exhaló su último suspiro. Entró la enfermera. Todo había acabado.
   Nedra no lloró. Sintió, al contrario, que había acompañado a su padre a casa. Súbitamente comprendió el significado de las palabras «en paz, en descanso». La cara del muerto estaba serena. Ostentaba una barba cenicienta. Le besó la mejilla, la mano azulada. Aún estaba caliente. La enfermera le estaba insertando la dentadura.
   Fuera, las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Caminaba aturdida. Hizo un solo voto: no olvidarle, recordarle siempre, todo el tiempo que viviera.


James Salter, Años luz, Muchnik, Barcelona, 1999, pp. 148-151.

[La sala de baile], Henry Miller

jueves, 5 de diciembre de 2013
Japón ocupado - Bar, Tokyo, 1960, Shomei Tomatsu


   Otra vez la sala de baile, el ritmo del dinero, el amor que llega por la radio, el contacto impersonal y sin alas de la multitud. Una desesperación que llega hasta las propias suelas de los zapatos, un hastío, una desesperanza. En medio de la mayor perfección mecánica, bailar sin gozo, estar tan desesperadamente solo, ser casi inhumano porque eres humano. Si hubiera vida en la luna, ¿qué prueba podría haber más perfecta, más triste que ésta? Si alejarse del sol es llegar a la fría idiotez de la luna, en ese caso hemos llegado a nuestra meta y la vida no es sino la fría incandescencia luna del sol. Es la danza de la vida helada en el hueco de un átomo y cuanto más bailamos, más se enfría.


Henry Miller, Trópico de Capricornio, Cátedra, Madrid, 2010 (1988), pp. 185-186.

Petunias, Mario Bellatín

lunes, 2 de diciembre de 2013
La Pietá japonesa, Yosuke Yamahata

PETUNIAS

   Pese a la cantidad de niños que presentaron deformaciones físicas en el momento de nacer, pasó algún tiempo antes de que el científico Olaf Zumfelde estableciera plenamente una relación de causa y efecto entre el fármaco y las anomalías. Hubo desconcierto en los hospitales, que de la no­che a la mañana vieron aumentar de manera inu­sitada el número de recién nacidos anormales. Se aventuraron algunas hipótesis, casi siempre rela­cionadas con las secuelas de la energía atómica. El referente más cercano fueron los niños de Hiro­shima. Nuevamente apareció en el imaginario de los ciudadanos la imagen de La Pietá japonesa. La figura de aquella madre y su hijo convertidos en una petunia en plena floración. La señora Hen­riette Wolf escuchó al científico Olaf Zumfelde en silencio. Luego de aquella entrevista pidió formal­mente y por escrito convertirse en su asistente. En su solicitud de trabajo aseguró estar preparada para enfrentar cualquier tipo de escándalo públi­co. A los encargados de personal de la universidad, que debieron avalar su ingreso, no dejó de llamar­les la atención aquella anotación. Sólo el científico Olaf Zumfelde supo tomarla en su real medida.


Mario Bellatín, Flores, Anagrama, Barcelona, 2004, pp. 45-46.