Que se mueran, Etgar Keret

jueves, 7 de julio de 2011
Tarde en el internado. Laberinto de infancia, Lorena Soledad Véliz Flores


QUE SE MUERAN

Durante las vacaciones de Hanuka mis padres me mandaron una semana a un internado. Ya desde el primer momento odié estar allí y lo único que quería era llorar. Los otros niños siempre estaban contentos y como yo no conseguía entender por qué, tenía todavía más ganas de llorar. Me pasaba el día yendo de las actividades a la piscina con los labios apretados, sin decir ni una palabra, para que los otros niños no notaran las lágrimas en mi voz y se cebaran en mí.
Por la noche, después de que apagaran la luz, me quedaba esperando unos minutos y después corría en chándal a la cabina de teléfonos saltando por los charcos. El frío me abría la boca y de la garganta me salían una especie de sollozos que no parecían mi voz. Eso me asustaba muchísimo. Llamaba a casa y se ponía mi padre. Durante todo el recorrido hasta el teléfono mantenía la esperanza de que fuera mamá, pero ahora, con todo este frío, la lluvia y esos sollozos que me salían de la garganta, ya me daba exactamente lo mismo. Volvió a contestar él y le dije que viniera a buscarme, y en ese momento empezó a salirme un llanto de verdad. Él se enfadó un poco, me preguntó un par de veces qué era lo que pasaba y después me pasó con mi madre. Yo seguía llorando, así que no pude decir ni una sola palabra.
—Ahora mismo vamos a buscarte —dijo mi madre.
Oí a mi padre mascullar algo y a mi madre que le respondía enfadada en polaco.
—¿Me oyes, Dandush? —me repitió—. Ahora mismo vamos a buscarte, quédate esperándonos en tu habitación. Fuera hace frío y estás tosiendo. Espéranos en tu habitación, que ya daremos con ella.
Colgué el teléfono y corrí hacia el portón de salida. Me senté en el bordillo de la acera a esperar a que llegaran. Sabía que les tomaría más de una hora. Como no tenía reloj, intenté calcular el tiempo mentalmente de mil formas distintas. Tenía frío y calor a la vez, y ellos no llegaban. En mis cálculos mentales habían pasado más de doscientos años, el sol ya empezaba a salir, y ellos sin llegar. Los muy mentirosos. Me habían dicho que vendrían. Mentirosos cabronazos, ojalá se murieran. Seguí llorando, aunque ya no me quedaban fuerzas. Al final me encontró uno de los monitores y me llevó a la enfermería. Me hicieron tragarme una pastilla y no quise hablar con nadie.
Al mediodía vino una mujer con gafas que le susurró a la la enfermera al oído. La enfermera movió la cabeza de lado para el otro y le susurró a la mujer en voz alta:
—El pobrecito, por lo visto, lo presentía.
La de las gafas le dijo algo más a la enfermera y ésta volvió a responderle en voz alta:
—Le diré, Doña Bela, que soy una persona instruida y no una cateta del zoco, pero hay cosas que ni la ciencia puede explicar.
Un poco más tarde vino Eli, mi hermano mayor. Se quedó allí en la puerta, cohibido, intentando inútilmente sonreír. Después de hablar un momento con la enfermera, me agarró de la mano y nos encaminamos hacia el aparcamiento. Ni siquiera me pidió que fuéramos a la habitación para recoger mis cosas.
—Papá y mamá me prometieron que iban a venir a buscarme—le dije medio llorando.
—Lo sé —me respondió sin tan siquiera mirarme—, ya lo sé.
—¡Pero no han venido! —me eché a llorar—. Me he pasado la noche esperándolos bajo la lluvia. Son unos mentirosos muy hijos de puta. Ojalá se mueran.
Y entonces se volvió hacia mí de pronto y me dio una bofetada. No de esas tortas que se le dan a un niño para que se calle la boca. Una bofetada en toda regla. Noté cómo los pies se me separaban por un instante del suelo, cómo me elevaba un poco por el aire y después volvía a caer. Me quedé muy sorprendido. Eli era de esos hermanos que te enseñan a pasar bien la pelota jugando al fútbol, no de los que te pegan. Me levanté del asfalto. Tenía el cuerpo entero dolorido y en la boca un sabor salado a sangre. No lloré, a pesar de que me dolía muchísimo la mandíbula. Pero Eli, de repente, sí parecía estar al borde de las lágrimas.
—¡Joder, qué mierda, y ni siquiera sé qué hacer! —dijo desesperado, sentándose en el suelo a mi lado y echándose a llorar.
Después se calmó un poco y volvimos a Tel Aviv en su coche. Estuvo callado durante todo el trayecto. Llegamos al piso en el que vive. Acababa de licenciarse en el ejército y había alquilado un piso con otro chico.
—Tu madre —dijo—, es decir, nuestra madre —los dos permanecimos en silencio—. Papá y mamá, ya sabes —intentó seguir de nuevo, pero se calló.
Hasta que los dos nos hartamos. Yo tenía ya muchísima hambre, porque no había comido nada desde por la mañana, así que nos fuimos a la cocina y el me preparó un huevo revuelto.


Etgar Keret, La chica sobre la nevera y otros relatos, Siruela, Madrid, 2006, pp. 86-8.

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