[Nuestro hijo...], Miguel Ángel Zapata

lunes, 27 de junio de 2011
Esponjas de Bonaire, Markus Taurer


Nuestro hijo vive en la esponja de baño que mi chica y yo compartimos de manera poco higiénica, donde pudo engendrarse en la comunión feliz de nuestros fluidos, el gel de avena y el champú anticaspa.
No es gran cosa, no, pero menudea él con brío por entre las oquedades blandas y húmedas, aflorando a veces a la superficie, mínimo y perdido.
Y no acertamos a reconocernos en sus rasgos, preocupados por la paternidad múltiple y latente que vive en esa esponja colectiva que también limpia la piel de mi primo albino, la asistenta turca, el fox-terrier de mi chica y nuestros amigos del Orfeón Donostiarra, que pernoctan en casa cuando actúan en la ciudad.


Miguel Ángel Zapata, Revelaciones y magias, Traspiés, Granada, 2009, página 35.

Los combates, Donald Ray Pollock

viernes, 24 de junio de 2011
Granja de Chor, Condado de Henry, Ohio, Gretchen Rettig

LOS COMBATES

Jim me echó una ojeada por encima de su taza blanca.
—¿Cómo está tu viejo? —me preguntó.
Estábamos de palique en el Bridge Street Diner. Yo estaba fumando a cuenta de él y bebiendo café a cuenta de la casa. Jim era mi padrino en Alcohólicos Anónimos y acabábamos de asistir al Grupo de Sobrios Chiflados del Sábado Noche en la iglesia luterana de High Street. Le gustaba pasarse por la cafetería después de las reuniones y ver si la rubia huesuda que hacía el turno de noche tenía algún piercing nuevo. Ya era viejo, pero todavía le gustaba mirar las cosas jóvenes. Cada vez que aquella potranca se inclinaba junto a una mesa, él gemía como un perro que estuviera teniendo una pesadilla.
—Pues sigue igual, que yo sepa. —Me encogí de hombros y soplé mi café.
Aunque casi nunca sacaba el tema de mi padre con nadie, a Jim sí le había contado hacía un par de semanas que el viejo tenía el corazón cada vez peor. Según mi hermana, los cirujanos decían que ya no se podía hacer más. Jeannette siempre me llamaba para ponerme al corriente de la situación. Se preocupaba en nombre de la familia entera y un poco más.
—Ya tiene demasiado tejido cicatrizado —me decía. «Y no es el único», me daban ganas de decir a mí.
Jim asintió con la cabeza y le dio otra calada a su Kool.
—¿Qué ha pasado con el dinero que robaste? —me preguntó—. ¿Ya lo has devuelto?
Hostia puta, pensé, no se lo tendría que haber contado.
—Sólo fueron veinte putos dólares. Hablas como si les hubiera robado los ahorros de toda una vida.
La última vez que había ido a ver a mis padres, le había sacado a mi madre un mísero billete de veinte del bolso. Aunque yo ya no bebía, seguía haciendo toda clase de barrabasadas.
—Por mí como si es una puta moneda de cinco centavos. Sigue siendo importante, maldita sea. Si no eres honrado, nunca podrás quitarte de la bebida.
Le daba tanta puñetera importancia a decir la verdad que yo suponía que debía de estar luchando constantemente contra el deseo de soltar una trola como una catedral.
Asentí con la cabeza. No quería discutir. Jim era negro, y siempre que estaba con él tenía que andarme con cuidado de no decir palabrotas. Aunque ya se me empezaba a dar mejor, seguía teniendo miedo de que se me escapara un «negrata» o un «cara de betún» cuando me hacía cabrear. Cuesta romper los viejos hábitos. En la hondonada donde había crecido, todo el mundo era blanco. Sólo veíamos negros cuando íbamos a Meade a comprar comida o a pagar la factura de la electricidad. En Knockemstiff, Ohio, había palurdos que se negaban a ver los programas de la tele donde salían negros. Mi viejo era uno de los peores.
Jim se frotó la barbilla y se arrancó un pelo rizado del cuello viejo y arrugado.
—Tú no quieres volver a la bebida, ¿verdad, Bobby?
Tenía el pelo canoso tan tupido y áspero como un estropajo de níquel, y las luces fluorescentes le arrancaban de la piel un brillo negro como de alquitrán húmedo. Siempre que hablaba en las reuniones, contaba cómo solía recorrerse los bares de las inmediaciones de la fábrica de papel buscando copas gratis, con los ojos rojos y oliendo a meados, fingiendo que era sordomudo. A cambio de una pinta de Thunderbird dejaba que los blancos intentaran romperle los dientes. Ahora conducía un Cadillac color jade y era propietario de una empresa de jardinería con tres cuadrillas de trabajadores. Se tomaba muy en serio todo lo que tenía que ver con Alcohólicos Anónimos, y como antiguo fanático cristiano que era podía llegar a ser un auténtico coñazo, aunque eso ya le había permitido pasarse quince años sin probar la bebida.
Le eché un vistazo y me acordé de los últimos dos años que yo había pasado bebiendo. Mucha gente tiene la impresión equivocada de que tocar fondo tiene algo de romántico o trágico. De vez en cuando llamaban desconocidos a mi puerta y me amenazaban con arrearme una paliza por algo que decían que había hecho. A veces me escondía en un rincón, sin atreverme ni a respirar, y otras veces les pillaba la mentira. Un día un detective me detuvo por violación y tuve que admitir en la sala de interrogatorios que lo cierto era que no me acordaba. Gracias a Dios que después decidió que no era la clase de pervertido que estaban buscando. Me quedé en la ruina, cogí ladillas y me rompí la nariz contra ha acera. Acosé a mi ex mujer y falté tantos días al trabajo en la fábrica de papel que hasta el sindicato se hartó de defenderme. Unos meses después de quedarme en el paro, me desperté en una clínica de desintoxicación de la beneficencia, envuelto en una manta dci ejército. Mi compañero de habitación era un viejo vomitón infestado de llagas amarillas. Se llamaba Hobo, y en algún momento había tenido un ojo de cristal, pero lo había perdido. Cogí miedo y empecé a ir a las reuniones.
—Jim, si quisiera volver a beber no estaría sentado en este maldito lugar —respondí.
Hice el gesto de cogerle un cigarrillo, pero puso la mano encima del paquete.
—Pues entonces ve a hacerles una visita como Dios manda a tus padres este fin de semana. Y ya de paso, le devuelves ese dinero a tu pobre madre.
—Bueno, vale. Te haré caso.
—¿Te hace falta un préstamo?
—No. Acaban de pagarme.
—Bien.
De las narices le salieron flotando sendos chorros de humo mientras apagaba la colilla y sacaba otro cigarrillo agitando el paquete. Me lo dio. Luego salió del reservado y se hurgó en el bolsillo en busca de unas monedas que desparramar sobre la mesa.
—Todos la cagamos, Bobby. Pero no hay que bajar la guardia.
Me dio una palmada en el hombro, le echó una última mirada a la rubia y se largó dejándome la cuenta.
Al día siguiente me puse la camisa que había comprado con el dinero que le había robado a mi madre y me fui con el coche pata Knockemstiff. Pese a que no quería volver a vivir allí nunca más, me entristecía ver cuánto había cambiado el sitio en los últimos años. Tanto la tienda como el bar habían cerrado, y los campos que antaño habían estado cubiertos de maíz y de heno ahora estaban atiborrados de casas nuevas con revestimiento de vinilo. En la entrada para coches estaba apar-cada la camionera oxidada de mi hermano, con el cristal trasero cubierto de adhesivos de NASCAR y una bandera confederada. De la antena de radio colgaba una cola marchita de ardilla. Mientras me acercaba al porche delantero, vi a mi viejo por el enorme ventanal de la sala de estar. Tenía los tubos gemelos de la bomba de oxígeno metidos en las narices y estaba reclinado en su butaca abatible azul de lujo, la que le había comprado mi hermana después de que a su corazón se le quemara el primer fusible. Desde entonces había tenido por lo menos tres ataques, cada uno peor que el anterior.
Ahora estaba viendo los combates con mi hermano. Ni siquiera tuve que entrar para adivinarlo. Después de caer enfermo, el único placer que le quedaba en la vida era ver cómo aquellos hombres se destrozaban a golpes. Cuanto más graves fueran sus heridas, mejor se lo pasaba. La mayoría de combates tenían lugar en sórdidos casinos indios entre hombres que eran como él, aunque mi viejo jamás lo admitiría. Ponía a mi hermana a grabarle hasta el último minuto de boxeo que cogía con el satélite y luego se pasaba el día entero viendo las cintas, como si estuviera preparándose para llevar a cabo algún tipo de regreso.
Entré por el porche. Encontré a mi madre sentada a la mesa de la cocina, con sus manos apergaminadas en torno a una taza de café con leche. Estaba viendo otra tele.
—Dichosos los ojos —dijo, luchando por desviar la atención de la película que la tenía hipnotizada—. Oooh, me gusta esa camisa. ¿Dónde la has comprado?
—En Penney’s.
Me incliné y la besé en la coronilla; a continuación me llené una taza con la cafetera que había en la encimera. Al lado del bote de leche en polvo estaba el bolso que había saqueado durante la última visita. Me volví hacia mi madre, le guiñé un ojo y crucé el corto pasillo que llevaba a la sala de estar.
—Anda, la hostia — dijo mi viejo—. Mira quién ha venido.
Mi padre había sido el cabrón más duro de la hondonada, poro ahora tenía la piel gris y la carne de los brazos le colgaba fláccida como la de una mujer. Apenas había terminado el sexto curso, y había crecido en una familia que cambió su fuerza de trabajo por sacos de harina y rollos de tabaco. A los quince años había clavado estacas para el ferrocarril y en el ejército había sido boxeador. Una vez yo había visto cómo casi mataba a un tipo a puñetazos en el autocine Torch. Siempre supe que nunca podría llegar a ser tan duro como él. Pero ya quedaba poco de aquel hombre.
—¿Qué está pasando? —dije, sentándome en el borde de una silla.
Mi hermano Sam estaba tirado en el sofá, con la larga coleta colgando del cojín y la punta casi tocando el suelo de madera. Era un hombre nervudo pero fuerte, igual que mi padre antes de enfermar; iba en Harley hasta en invierno y herraba caballos para pagarse las cervezas. Sam seguía viviendo en el sótano de mis padres cuando no estaba apalancado con alguna fulana mantenida por la asistencia social, y aunque nunca lo habían encerrado por ningún delito mayor, daba la impresión de que se había pasado la vida entera en la cárcel. Mi viejo siempre había hecho gala de favoritismos, y la mayor parte del amor que tenía dentro se lo había dedicado a él.
—Que ese negrata se está llevando una paliza de mil demonios, eso es lo que está pasando —respondió Sam, con un matiz de regocijo en la voz.
—Oh, vaya cabrón de negrata —dijo mi viejo.
Miré la tele. Había dos hombres, un negro y un hispano, abrazándose en el centro del ring como si les fuera la vida en ello.
—¿Quiénes son? —pregunté.
Di un sorbo de café y deseé que todavía nos dejaran fumar en casa.
—Un par de don nadies —contestó el viejo—. Ni siquiera tendrían que estar ahí.
Sam se levantó del sofá y se puso a dar puñetazos al aire.
—Joder —le gritó a la tele—, ¿por qué no le das un beso, ya puestos?
Suspiré y eché un vistazo a la sala y a las fotos de familia que había en las paredes. Una de ellas mostraba a la nuestra toda sudorosa y plantada en el borde del Gran Cañón en 1970. Mi hermano todavía llevaba pañal. Le habíamos dado un dólar a un indio desdentado para que nos hiciera una foto con nuestra cámara. Se suponía que era nuestro verano de monumentos nacionales, pero acabó siendo un simple episodio chungo más de nuestras vidas. Mientras nos acercábamos aquella tarde al precipicio, el viejo le había dejado un ojo morado a mi madre por intentar defenderme. En aquella época siempre se llevaba los puñetazos de los demás. Yo tenía doce años y acababa de vomitar un bocadillo de huevo frito que el viejo me había obligado a comerme en una parada para camioneros. Me juró que no iba a comer más que pollo hasta que volviéramos a Ohio. En la fotografía es el único que sonríe. Los músculos esbeltos le llenan la camiseta ajustada y tiene los ojos fruncidos para protegerse del resplandeciente sol de Arizona. Parece que se lo esté pasando bien.
—¿Qué tienes encima del labio? —preguntó el viejo. Me estaba mirando el fino bigote, otro de mis patéticos intentos de reinventarme.
—Nada —respondí, dejando de mirar la foto.
Volvió a prestar atención al combate y se recolocó el edredón rojo y amarillo que tenía echado por encima.
—Yo a los catorce años ya tenía toda la barba —dijo.
—¿Cuánto dinero ganas en el sitio ese de las pizzas? —preguntó Sam.
—Lo justo para ir tirando —contesté.
No quería hablar del tema. Jim había insistido en que buscara trabajo después de la desintoxicación, y hacer pizzas en el Tommy’s era lo mejor que había encontrado de momento. Cuando había poco trabajo me hacían salir a la calle mayor junto con un retrasado nervioso llamado Joel y aguantar un letrero de plástico que anunciaba el plato del día a 3,99 $. Cada vez que algún cabrón tocaba la bocina o nos hacía un gesto feo con el dedo, Joel se volvía de golpe como si fuera un frisbee y dejaba caer su lado del letrero. Nos pasábamos la mitad del tiempo recogiéndolo del suelo. Yo confiaba en que lo enchinaran o lo mandaran de vuelta a la escuela para discapacitados, a ver si allí lo adiestraban un poco más.
—¿Sigues sin probar el alcohol? —me preguntó el viejo.
—Ya llevo cinco meses.
—Joder. Es mucho tiempo sin beberse una birra. —Después de nacer mi hermano, había dejado el alcohol fuerte, pero seguía gustándole la cerveza. Estiró el brazo y ajustó una válvula de encima del tanque de oxígeno—. ¿Y a esas reuniones de alcohólicos? ¿Sigues yendo?
—Voy una vez al día.
—¿Y alguna vez has visto a un tipo llamado Jim Woodfork? Me han dicho que también va.
Me lo pensé un segundo. Tenía prohibido decir a quién veía en has reuniones. Jim era muy estricto con aquello.
—Bueno. No puedo...
—Menudo chiflado hijo de puta —soltó mi viejo, negando con la cabeza—. Era capaz de hacer lo que fuera por una copa. Lo peor que he visto en mi vida.
—Sí, lo conozco —dije.
—No se acordará, de tan borracho que estaba, pero una vez me dejó que casi lo matara a hostias a cambio de un dólar. Y todo para comprarse un litro de vino. Debe de ser el mejor dólar que he gastado en toda mi vida.
—Ahora le va bastante bien.
—Eso he oído. —Se encogió de hombros—. Pero sigue siendo un negrata, ¿verdad, Bobby?
Levanté la vista de la taza vacía. Me estaba sonriendo con una expresión mezquina en los ojos de color azul claro, esperando respuesta. Me pregunté si se habría enterado de que Jimmy era mi padrino.
—Sí —dije por fin, apartando la mirada—. Sigue siendo un negrata.
Luego me puse de pie y fui a la cocina. Mi madre negó con la cabeza.
—Creo que está peor —me susurró. Siempre estaba haciendo aquella misma declaración sobre el viejo, como si alguna vez se pusiera mejor.
—Agnes, ¿de qué coño estás hablando? —le gritó él desde la butaca.
Tenía el oído más fino que un lince. Cuando éramos chavales, nos arreaba por susurrar a sus espaldas. «Enseñarles a bailar», lo llamaba. Y aunque aquellos tiempos quedaban lejos, y aunque ya no podía ni ir a mear sin arrastrar un tanque de aire, todos le seguíamos teniendo miedo, hasta un tipo duro como mi hermano.
Mi madre agarró el mando de su tele y bajó el volumen.
—Le contaba a Bobby que han ascendido a Jeannette.
Me miró y se encogió de hombros. Hacía meses que me había contado que por fin la habían hecho ayudante de encargada de la tienda de saldos donde trabajaba.
—Vaya mierda de ascenso —vociferó el viejo, con la voz repentinamente ronca y débil—. ¿Te he dicho que la hija del puñetero Clyde Chaney se ha sacado la licencia de enfermera? Clyde dice que cobra treinta y dos dólares por hora. Por el amor de Dios, a eso lo llamo yo un trabajo, ¿no te parece, Bobby?
Pensé en los seis dólares por hora que ganaba en el Tommy’s y traté de no imaginarme las cosas que debía de decir de mí el viejo cuando yo no estaba.
—Sí —le grité a modo de respuesta.
—Eso es. Mata a ese negro cabrón.
Mi madre y yo nos pasamos unos minutos sentados en silencio en la cocina. Ella seguía viendo la tele pero no se había molestado en volver a subir el sonido, y yo estaba mirando el campo de detrás de la casa por la ventana. Era una tarde húme-da de marzo y del bosque del otro lado del arroyo llegaba una niebla fina y gris. Un ciervo pasó al trote por los pastos y saltó sin esfuerzo por encima de una cerca combada. En la sala de estar, una campana marcó el fin de otro asalto.
—Y bueno —le dije por fin a mi madre—, ¿qué película estás viendo?
—Oh, no sé cómo se titula. No le he prestado demasiada atención. Es una de asesinatos, creo.
Sacó una galleta de un paquete que había sobre la mesa y la mojó en el café. En ese momento mi hermano entró paseándose en la cocina. Se levantó la camiseta y se frotó con gran teatralidad la barriga peluda. Por entre el vello marrón le asomaba un tatuaje amarillo descolorido de Piolín. Agarró un cuenco del armario de encima del fregadero y lo llenó de chile de una cazuela que había al fuego.
—Tengo unas birras en la camioneta por si te entra la sed —me dijo.
—Y yo un trabajo de repartidor de pizzas por si alguna vez te da por trabajar —le contesté.
Me apuntó con la cuchara y retorció la cara como si estuviera a punto de echarse a lloran. Luego se rio y se volvió para la sala de estar, soplando el chile por el camino. Oí que el viejo le decía:
—Cuidado, nene. Parece que eso está muy caliente.
—Joder, no entiendo cómo lo aguantas —le dije a mi madre en voz baja.

Ya casi era oscuro y había llegado a la mitad del jardín cuando me acordé del dinero que se suponía que tenía que devolverle a mi madre. La próxima vez, me dije. En el aire helado flotaba un humo de leña procedente de la casa de un vecino. Pensé en todos los años de mi infancia en que nos habían tenido prohibido pasar por encima de las cercas que mi padre había levantado en torno a su propiedad. El viejo siempre había controlado absolutamente todo lo que afectaba a su vida, pero ahora no podía ni gobernar su propio corazón. En algún punto de la siguiente loma, un perro ladró tres o cuatro veces, y en la carretera el motor de un coche escopetó y se apagó. Había crecido allí pero nunca me había sentido como en casa.
Me volví y me quedé mirando al viejo a través del ventanal. Él seguía observando cómo aquellos hombres de la tele se molían a golpes por un atisbo de felicidad. Con él todo había sido siempre cuestión de combates, y me di cuenta con tristeza de que no íbamos a conocernos realmente el uno al otro antes de que se muriera. Por primera vez desde que había dejado la bebida, me vinieron ganas de tomar una copa. Hasta el olor del humo de leña me recordaba al whisky. Allí plantado, me acordé de una cosa que Jim me decía cada vez que me veía: «Antes de tomarte la primera, coge el teléfono y llámame, Bobby. Por lo menos tenme ese respeto». Pero le había llamado «negrata» a sus espaldas, solamente para contentar al resentido de mi viejo, y no estaba seguro de que aquella noche pudiera pedirle ayuda a nadie.
De pronto mi padre dio un puñetazo al aire y soltó un chillido de entusiasmo lo bastante fuerte como para que yo lo oyera desde fuera. Se le puso cara de éxtasis. Luego se le salió el tubo de plástico de la nariz y miré cómo lo agarraba. Por un momento pareció vacilar, como si estuviera planteándose la otra opción, y vi claramente que ya estaba cansado de todo. Sin embargo, después de echar un vistazo a mi hermano, se volvió a encajar la manguera con cuidado. Respiró hondo y yo respiré hondo con él. La luz de la tele aumentó de intensidad y luego bajó. Tiré mi cigarrillo a la hierba, me di la vuelta y eché a andar hacia el coche. El combate casi había terminado.


Donald Ray Pollock, Knockemstiff, Libros del Silencio, Barcelona, 2011, pp. 285-297.

Pitigliano-Bomarzo (máximo 50 km/h), Javier Moreno

miércoles, 22 de junio de 2011
Carretera, Toscana, Elisabeth Osborne


PITIGLIANO-BOMARZO (MÁXIMO 50 KM/H)

He aprendido a leer
en una carretera llena de curvas
levantando tras cada verso
la mirada
huyendo del vértigo
asiendo el salvavidas
del paisaje: vides, olivos, bruma
algo que mute menos rápido
que todas estas metáforas
que consuele como una estampa
(Rafael, Durero)
adosada al cristal del parabrisas

Sobre el salpicadero avisa
el GPS: no dejen escapar
a su izquierda la sombra de la nube
acariciando la melena de trigo
el matiz azulado de la sangiovese
Beba con moderación
Recuerde que al final de este verso
se agazapa la vida rumiando
su bolo de costumbre

(Lo peor es el mareo)



Javier Moreno, Renacimiento, Icaria, Barcelona, 2009, p. 22.

[Ahora que la noche...], Alí Calderón

lunes, 20 de junio de 2011
Flores carnívoras negras y rojas, Serban Chelariu


A h o r a que la noche es una flor carnívora de sombra
y que todo destello en la negrura
invoca antiguas llagas que humillaron la carne
a h o r a que silencio y día son
la ceniza que me habita estarás
collar de flores y rasguño
atemperada
ignota en otras manos
Deslazado por el viento y esparcido
un escándalo descenderá por tu cabello
Se agitarán tus pendientes al terso ritmo de tu risa
y a h o r a será un punto en el tiempo
plegado para siempre entre nosotros
Ahora tus tacones de alta aguja inundarán la casa con su eco
ensayarás el gloss de escarlata tono el escote sport
las fragancias de discreto dulce
La distancia será el ahora que se extienda hasta más allá
de lo tocado por la vista
y a h o r a
mientras me consumo en el aire enrarecido
y desmaquillas en lento espiral tu rostro
arde tu desnudez bajo mis párpados

Ahora que tu nombre está rodeado de polvo y de mutismo
que no mudarán en carne mis palabras nominándote
que presagio serás inacabado
y no habrás de aparecer de pronto si te pienso
a h o r a justo a h o r a
a h o r a
me quiebro
Alí Calderón



Poesía ante la incertidumbre. Antología (Nuevos poetas en español), Visor, Madrid, 2011, pp. 151-152.

[De un día...], Almudena Guzmán

sábado, 18 de junio de 2011




De un día para otro
te conviertes en Gregorio Samsa.

Sólo te saludan las cucarachas como tú.

Las botas crujen cada vez más cerca.




Gregor Samsa, Jareth's Genevieve


Almudena Guzmán, Zonas comunes, Visor, Madrid, 2011, p. 17.

La partida, Ángel Zapata

miércoles, 15 de junio de 2011
Tormenta de nieve en alta mar, William Turner

LA PARTIDA

Un marinero está encaramado al palo más alto de un buque. Lleva allí varios días, subido a horcajadas en la cruceta, en medio de una tempestad terrible. Sin un segundo de respiro, el buque es izado por los brazos del agua hasta un cielo cobalto, veteado de fuego, o bien cae al vacío, igual que una brizna de polvo, desde la cresta de unas olas tan altas como cordilleras. El marinero sigue allí, encaramado al mástil, cuando el capitán sale a cubierta llevando en una mano un farol náutico, y en la otra una tartera de aluminio.
—¡Marinero Rosas! —grita con fuerza el capitán—. ¡Le ordeno que deponga su actitud!
—¡Me es imposible, capitán! —responde el marinero—. ¡Las mollejas de pollo estaban duras!
—Pero Rosas ¿no ve que estamos en un tris de irnos a pique? ¡Por Dios bendito! Qué importan ahora unas mollejas.
—Importan, capitán. Importan mucho. Las mollejas de poilo tienen que estar jugosas. Es así, capitán.
—¡Rosas!
—¡Sí, mi capitán!
—El cocinero le ha preparado unas albóndigas. Por orden mía. Las traigo, aquí, en la tartera. Mírelas. Y además son albóndigas en salsa. Muy ricas. Baje usted de una vez. No sea tozudo, Rosas.
—Mi capitán: con todos los respetos, yo no he tragado nunca las albóndigas. Eso no arregla nada, señor. La otra noche —usted lo vio perfectamente— estuve a punto de llorar cuando nos dijo el cocinero que había preparado mollejas de pollo. Figúrese. ¡Mollejas de pollo! Aquí. En alta mar. Doblando nuestro buque el Cabo de Hornos, con viento favorable. El corazón no me cabía en el pecho, capitán. ¡Mollejas de pollo! Habría besado al cocinero, créame. ¡Oh, capitán: qué bellas son las ilusiones! ¡Y qué poquito duran, las puñeteras!
—¡Modere su lenguaje, Rosas!
—¡A la orden, mi capitán!
—¡Rosas!
—¡Sí, capitán!
—Rosas: por qué no se comporta igual que un hombre razonable, y baja ya de ahí. ¿No comprende usted que me pone en ridículo si vuelvo a entrar con la tartera?
—Lo comprendo, mi capitán.
—¿Y no va a hacer eso por mí?
—Me es imposible, señor. Las mollejas de pollo estaban duras.
—¡Rosas!
—¡ Sí, mi capitán!
—Hace ya dos horas que toda la tripulación esta achicando agua en las bodegas. ¿No lo ha notado? El buque escora hacia estribor. Nos hacen falta brazos, Rosas. No puede usted seguir en la cruceta.
—Me hago cargo, señor.
—Se hace usted cargo.
—¿Entonces le esperamos en las bodegas?
—Desde luego que no, capitán. El buque está escorado. Se va a pique. Muy bien. ¡Y qué intenta decirme con eso! Yo habría besado al cocinero. Esté seguro de que le habría besado. Pero eso fue hace tres días. Ahora ya es imposible contar conmigo. Las mollejas de pollo estaban duras. ¿Es que no lo comprende? Estaban duras, capitán.
—¡Rosas! —le grita el capitán exasperado. E incluso tira al suelo la tartera, en un rapto de furia.
También la tira como una especie de amenaza. Pero es un gesto inútil. Antes que pueda volver a hablarle, una ola gigante barre de abajo a arriba la cubierta del buque.
En cuestión de segundos, una masa de agua levanta al capitán a treinta metros de la cubierta. Lo levanta, exactamente, hasta el mismo lugar de la cruceta donde está atrincherado el marinero Rosas. Un rayo corta el cielo de la noche, despedazado por la tempestad. Por un momento, el capitán y el marinero Rosas quedan así, sentados frente a frente, uno encima de otro, abrazados al mástil de cruceta. Es un momento fugacísimo. Un pestañeo. Nada. Pero los dos, el capitán y el marinero Rosas, aún tienen tiempo de cruzar unas palabras de despedida:
—Rosas ¡qué mala leche tiene usted, carajo! —le dice el capitan.
—Créame que lo siento, señor —contesta Rosas—. Pero es un hecho. Las mollejas de pollo estaban duras.
Después todo ocurre en una fracción de segundo. El capitán prevé el peligro y le da a Rosas su farol náutico. Rosas lo coge por los pelos. Y la misma ola que ha empujado hasta arriba al capitán, arrastra al marinero fuera del buque.
—¡Estaban duras, capitán! ¡Las mollejas de pollo estaban duras! —se le escucha a lo lejos.
Y luego ya no se oye nada.
Mientras el buque lucha por no irse a pique, la ola se lleva al marinero Rosas hasta las cordilleras y los valles de agua salada.
Hasta el océano y su ira.
Hasta esa otra oscuridad, detrás de todas las tormentas, invisible a los ojos.



Ángel Zapata, Las buenas intenciones y otros relatos, Páginas de Espuma, Madrid, 2011 (2001).

[Mira cómo se yerguen...], Almudena Guzmán

martes, 14 de junio de 2011
Mira cómo se yerguen orgullosos
en la rama más alta de sus despachos,
cómo saltan de corbata en corbata
y se abren la camisa
para golpearse desafiantes el pecho
con los puños.

Y a esto lo llama Darwin la selección natural.


Brindis, Gabriel von Max


Almudena Guzmán, Zonas comunes, Visor, Madrid, 2011, p. 23.

[El obeso mórbido...], Miguel Ángel Zapata

domingo, 12 de junio de 2011
Eterno retorno, David Boyd


El obeso mórbido bosteza y de su boca surgen los dos hombres más delgados del mundo, y al estornudar éstos, vuelan al exterior desde la noche de cada uno de sus estómagos tres dragones enanos que vomitan fuego y expulsan en su última llamarada cuatro avioncitos en miniatura, dentro de los cuáles podemos atisbar, si aguzamos la vista y lupa en ristre, a un obeso mórbido a punto bostezar.


Miguel Á. Zapata, Revelaciones y magias, Traspiés, Granada, 2009, página 67.

Grulla, Antonio Cabrera

viernes, 10 de junio de 2011





GRULLA
(Grus grus)


Volar, volar.
Darle al atardecer
su flecha triste.








Antonio Cabrera, Tierra en el cielo, Pre-Textos, Valencia, 2001, p. 43.

Ilustración: Yi Zhong

Nueva danza de la muerte, Tomás Borrás

miércoles, 8 de junio de 2011
NUEVA DANZA DE LA MUERTE

1
Primavera.
Césped mojado para los pies desnudos. Rosas goloseadas por insectos de tierna esmeralda. Savia de los árboles derramándose en miel cristalina. Las oleadas de luz embriagan el polen de la atmósfera. Tibieza de plumón de nido en el aire. El rugido valiente del animal en celo. La costra de la costra de la tierra se desmenuza y asoman su cabecita de amarillo tímido los brotes enterrados de lo que aspira a vivir. Las puntas de las ramas terminan en un pezoncito de néctar. Un desperezo tembloroso y la mirada que busca las curvas suaves de las colinas y de los hombros para saciarse de éxtasis.

2
La pradera.
Tiene grupetos esbeltos de álamos jóvenes. Todos sus colores parecen recién lavados. El río, fresco, plateado, lame las orillas con innumerables lenguas glotonas. Invita a acostarse en él, a adormecerse en su linfa arropándose hasta el cuello, cerrando los ojos, dejándose llevar del ensueño sin sueño. La pradera combina sus pedazos de sombra morada con grandes manteles de sol. Allá lejos está el horizonte donde parece navegar una casita con su tirabuzón de humo enroscado a la chimenea.

3
Los vivientes
Junto a la pradera está la torre de piedra sonrosada.
La cúpula es de diamante y la veleta un gallo. En la pradera retozan los que habitan la torre: el Rey, el Bufón, la Madre y el Niño, el Borracho, los Enamorados, el Comerciante y el Viejo galanteador. Forman corro entre risas y gritos de alegría. Cantan su salmo incoherente. Saludan al vivir, al existir. Himno a pleno pulmón. El perrito acude, despertado por el estrépito. Ladra, juega a morder los pies que brincan y chapotean.

4
La Muerte.
En los cimientos de la torre se abre un portillo, agujero a ras de tierra que va a lo hondo. Se asoma la Muerte y contempla eI vivir. La Muerte es sólo su esqueleto mondado, pulido, opaco. Arrastrándose hacía fuera, sale como una araña, meneando sus grandes patas, y sus brazos de palitroque. Ya derecha sobre sus metatarsos raja en dos la calavera, bostezo que rechina. Tiene hambre. A la vista hay buenos bocados. La columna vertebral ondula separando y acoplando sus escamas de hueso.

5
El Rey.
La Muerte saca un tambor. Bate el parche con las falanges, toca llamada, son heroico. Acercándose al corro, alborozado, se hace oír del Rey. Suspende su ritmo en la rueda, sintiéndose irresistiblemente arrastrado. Con finas reverencias de Corte la acoje, la toma de la mano, bailan un delicado minué, se saludan, hacen los pasos, marchan hacia la guarida. La Muerte empuja al Rey que desaparece sorbido por el agujero. Se ríen los dientes fríos de la calavera.

6
Los Enamorados.
Para atraerlos a sí, la Muerte toca el laúd de los trovadores. La pareja se resiste a la sugestión de la música. Procura defender sus oídos. La melodía se les filtra insinuante, empapa sus sentidos. Van a ella abandonando a los compañeros de retozo. La Muerte baila un vertiginoso vals con la Enamorada. Los novios, reunidos otra vez en un beso, van a dar en la sima de la Parca. Caen allí revueltos mientras Ella deja oír un resuello de satisfacción.

7
El Comerciante y el Viejo verde.
Ahora les corresponde a ellos, en el turno. La Muerte, antes de continuar el rapto de los vivos, danza: crujido de rótulas, meneos de aspa de molino. Al Comerciante le hace ir con sólo sonar un bolso de dinero y al Viejo verde arrojando a sus pies una liga perfumada. Sigue el corro su vértigo, su primaveral júbilo.

8
La Madre y el Niño.
Está en cuclillas la Mondada junto a su escondrijo. Gira una mano que suena como las carracas. La carraca atrae la atención del Niño; se suelta de los que celebran la alegría de vivir. Corre al sido donde sonó el juguete. La Madre, inquieta, le sigue. La Muerte da saltos sobre sus zancos. La Madre y el Niño al agujero.

9
El milagro.
Apartada junto a la torre, la Muerte les llamó. Ese poder le bastaba. Quiere divertirse más, bailar con cada presa suya las galantes escalas finales. Recuenta sus victorias con los dedos sin tuétano: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete... Insatisfecha, acude al grupo. Porta un tirso de cascabeles para ilusionar al bufón. ¡Un cascabel de sonido argentino es bastante para seducir a un hombre!
Mas Ella duda al acercarse a ios vivientes. Se detiene, se queda perpleja. En la rueda de los felices están el Rey, la Madre y el Niño, el Viejo lascivo, el Comerciante, los Enamorados. Vacila, confusa, estupefacta. ¿Es que cuando quitó una figura del mundo, otra la ha substituido? Sí: otra idéntica, exacta. El Rey tiene su corona, su armiño, su bola del mundo; la Madre sostiene al pequeñín, que balbucea sus primeros pasos; el Viejo hace guiños picarescos a las mujeres y se aplica las antiparras para acercar las imágenes deleitosas; saltan las monedas en el bolsillo del Comerciante a cada brinquillo; la Enamorada se contempla en otros ojos; ios ojos del Enamorado que reflejan su miniatura encerrada en un fanal de deseo.
La Muerte cavila, sin acertar. No se fijó tampoco en que sus Pasos agostaban el Contorno de su huella; las flores y el césped se marchitaban bajo su pisada, se deshacían en ceniza. Pero inmediatamente otras flores, otros tallos verdes aparecían, cubríase el hueco de renovada vida vegetal, Sucedió lo mismo con los Personajes. En cuanto la poterna de la Muerte los devoraba, la baja, en el corro, se cubrái con un aparecido.
El milagro de ver allí a los que se llevó desconcierta al Esqueleto.

10
El Bufón.
Es el Bufón quien se acerca a la Muerte con su tirso de cascabeles para ilusionaria. El Bufón va vestido a rayas de tres colores, bandera viva de la locura. El lobanillo del frontal parece un cuerno incipiente. Ríe con baba, antítesís de la sonrisa seca de la Destructora. Fingiéndola reverencias y humildades, el Bufón danza alrededor de la perpleja Osamenta amoscando los agujeros de su nariz al hurgarles con las cintas del tirso. El Bufón mima un discurso que termina así: Tú, que eres enemiga de la vida ¿no te has dado cuenta de que vives también?

11
El Borracho.
La Muerte se da una palmada en el cráneo. Ha comprendido. Un grave pesar parece como que arruga su andamiaje. Desfallece, se tambalea al saber la inutilidad de su faena. Cabizbaja, vencida, vuélvese a su rendija. No llega a deslizarse en el portillo porque el Borracho sale del grupo, se la acerca, la escancia de beber. La muerte trasiega buenos tragos. El Borracho le invita a bailar. Los dos, echados los brazos por los hombros, se refocilan como camaradas de taberna. El Borracho es tan íntimo de la Muerte que ya se la lleva al corro donde siguen sonando las risas felices. La abren sitio y la rueda viviente se pone en movimiento otra vez, todos acompasados, ruidosos, radiantes.

12
La barca.
¡A la barca de flores! La barca de flores está hincada en el río. La asaltan, se acomodan. El Rey en la proa, el Borracho en el timón, el perrillo en la punta de babor, con el pétalo de lengua fuera. No hay sitio para la Muerte. Los que viven y aman, levanatn un cántico, tocan panderos, beben vino se besan. Hacen la burla y la mamola al Huesarrón. La barca raja el agua yéndose. En la primavera triunfal es un ramo de risas, de perfumes, regocijo y caricias. Un águila la precede.
Se mete el Huesarrón en el río hasta los fémures. Los bastones de sus patas reman hacía adelante. La Muerte toca su violín para unirse al concierto. El violín, desafinado, aúlla, raspa desgarrado, llama desesperadamentre. Ella corre detrás de la barca de fIores, tropezando en las hoyas del río, rasguñando las cuerdas destempladas; corre detrás, pero no alcanzará nunca a la barca. El perrillo, apoyado en la borda, la ladra, insolente.


Tomás Borrás, Tam Tam, Compañía Iberoamericana de Publicaciones, Madrid, 1931, pp. 137-142.

Ilustraciones: Rafael Barradas

Busero, Miguel Salas

martes, 7 de junio de 2011
Chica rubia en un autobús de la 107 de Montreal, Reb Frost

BUSERO

Frena el bus. El cristal
vibra y afuera el mundo
resbala, irrepetible, hacia el otoño.
Junto a mí una estudiante
repasa la lección de biología.
En sus manos minúsculas y frágiles
laten las mismas venas que en las láminas
y repite su boca, como un salmo,
negros nombres de vísceras que suenan
a promesas de amor
y podredumbre.
Frena el bus y mi cuerpo
sueña hacerse lección entre sus labios.



Miguel Salas, Las almas nómadas, Hiperión, Madrid, 2011.

Lechuza, Antonio Cabrera

lunes, 6 de junio de 2011





LECHUZA
(Tyto alba)


Blanca tiniebla.
Sabe que en el silencio
no existen sombras.








Lechuza, Chris Chalk

Antonio Cabrera, Tierra en el cielo, Pre-Textos, Valencia, 2001, p. 51.

[El azul...], Rubén Abella

domingo, 5 de junio de 2011
El azul odiaba a los perros, detestaba a los enamorados, abominaba a los propagandistas políticos y aborrecía a los niños, en especial los días de lluvia, cuando la emprendían a pelotazos contra él y lo dejaban marcado, como un rostro enorme estragado por la viruela.
Y no es que deseara vivir por siempre. El azul se sabía mortal, era consciente de que el tiempo, la lluvia y la acción corrosiva del aire terminarían por borrarlo de aquella pared centenaria. Lo que le molestaba era el empeño que todos parecían tener en despellejarlo y, sobre todo, el no saber qué ocurriría cuando él ya no estuviera.
Si al menos alguien pudiera garantizarle que le sucedería otro azul...
Entonces la cosa sería distinta. Aceptaría las laceraciones diarias con estoicismo, con alegría incluso, sabedor de que a su muerte perviviría su estirpe. Pero hasta el más recóndito átomo de su composición se estremecía al pensar que detrás de él pudiera venir otro color, que el noble azul pudiera ser reemplazado por un rojo histriónico, un verde traidor o, el pintor no lo quisiera, un amarillo sin alma.

Sin título, Mark Rothko


Rubén Abella, No habría sido igual sin la lluvia, NH, Madrid, 2008, pp. 99-100.

[Planchar es...], Almudena Guzmán

jueves, 2 de junio de 2011
Planchar es ordenar la Historia.

Las toallas,
blancas y azules,
al lado de Napoleón.

La aspereza de los trapos de cocina
con las centurias romanas.

Ese jersey de caballero
me gusta para Saladino.

Ciertas camisas
de vuelta a la lavadora.

No hay quien les quite las manchas.


Casa con ropa a secar, Egon Schiele



Almudena Guzmán, Zonas comunes, Visor, Madrid, 2011, p. 20.

Maniobras para esquivar la muerte, Manuel Villena

miércoles, 1 de junio de 2011
Valle de la Muerte, Barry Tessman



MANIOBRAS PARA ESQUIVAR LA MUERTE

Busco las palabras,
sin la paciencia del relojero que,
lentamente,
abre el cajón y pasea sus dedos
por entre los volantes, piñones y trinquetes,
en busca del diminuto eje de la cuerda;
desde el otro lado del horizonte escarchado
por los cirros,
busco las palabras
y no hallo cómo expresar
la angustia de mis ojos anclados en el retrovisor,
preguntándose,
tan cerca de él y cada vez más lejos
de la tan poco misteriosa figura de la mujer
al final de la recta,
si ella desviará sus pasos,
si cruzará la calzada esquivando
el cadáver aplastado del perro en el arcén.
Con el quejido de la esfera y el parabrisas,
se convierten en añicos,
así ha de ser siempre,
todos los enigmas.

Manuel Villena